lunes, 4 de junio de 2007

RESEÑA: "Metafísica de los tubos", de Amélie Nothomb (publicada en TURIA en abril 2002)

NOTHOMB, Amélie, Metafísica de los tubos. (Versión española de Sergi pàmies). Anagrama. Barcelona, 2001. 143 páginas. 10.22 €

Metafísica de los tubos forma parte de la nueva estrategia editorial de Anagrama, interesada últimamente en la más actual literatura de expresión francesa. Dentro de estas nuevas adquisiciones figuran obras de Yasmina Reza, de los muy controvertidos Catherine Millet, Michel Houellebecq y Frédéric Beigbeder: cosa de la que todo aficionado a la lectura no puede sino alegrarse. Sin embargo, la capacidad mediática y el fulgurante éxito de estos novelistas (Reza y Houellebecq cultivan otros géneros) parecen haber sido el principal motivo del fichaje de estos nombres por la editorial barcelonesa: no siempre la calidad está au rendez-vous cuando las posibilidades comerciales son las únicas que guían la elección de los autores.
La apertura a nuevas fronteras no conlleva la apertura a nuevas formas de expresión: Amélie Nothomb, ciudadana belga nacida en Japón en 1967, no va a contribuir a la renovación del género novelístico. Autora ya de nueve obras, conoció una temprana y excelente acogida editorial con la publicación de Hygiène de l'Assassin (1992, Prix littéraire de la Vocation y mención del Prix Alain Fournier), que creció con Las Catalinarias (Prix du jury Jean Giono, 1995, Circe), y recibió su definitiva consagración con Estupor y temblores (1999, Anagrama) al ser merecedora del Gran Premio de la Novela de la Academia Francesa. Su escritura se ha caracterizado por la accesibilidad lectora, aun a pesar de que los temas elegidos no hayan sido siempre los más comerciales.
Metafísica de los tubos es una novelita facilona y bien digerible. Su estructura estrictamente lineal favorece la deglución urgente a bordo de traqueteantes autobuses o atronadoras estaciones de ferrocarril: esto hace de ella objeto de consumo rápido y masivo. Si el desorientado lector cree encontrar solución (o simple discusión) a los grandes enigmas de la humanidad en esos títulos -cierto, bien elegido- se sentirá defraudado: si de metafísica se trata en esta la última novela nothombiana es debido al endiosamiento a que se ha sometido su autora, personaje mediático, al escribir sobre sí misma.
En Japón todos los niños son considerados como dioses, como okosamas; y Mlle. Nothomb nació en el país del sol naciente debido al cargo diplomático que ostentaba su padre. Este hecho, unido al ensimismamiento de la primera infancia, hace que la narradora se asemeje en su infancia con una divinidad: "Dios era la satisfacción absoluta... Dios no vivía, existía... Era todo saciedad y eternidad". Y siendo sus principales actividades dormir, comer y excretar, abiertos "todos los orificios para que los alimentos y los líquidos lo atravesaran", Dios es equiparado a un tubo: ahí reside la carga metafísica de la novela.
Durante los tres primeros capítulos, la narradora escribe en tercera persona, pasando a la primera en el momento en que la niña-dios adquiere plena consciencia de sí misma gracias a una tableta de chocolate blanco: el placer sensual como semillero de la identidad. La niña va creciendo en inteligencia y cinismo, aprende a leer por sí sola gracias a Tintín, aprende a hablar japonés antes que francés, y hasta se familiariza con el concepto de la muerte: todo eso antes de los tres años, punto final de la novela, momento en que reconoce que tendrá que dejar ese paraíso terrenal encerrado en el jardín de su casa: de la misma manera que recientes investigaciones revelan que Adán y Eva hablaban flamenco, Dios es belga.
La novela es, en cierto modo, un acto de homenaje al escenario edénico de la niñez. Ya en Estupor y temblores Nothomb volvía a Japón como empleada en una empresa: la experiencia fue de todo menos satisfactoria, por lo que la autora debió de sentir la necesidad de la reconciliación. El lenguaje y la escritura, que la belga declara ser su único exutorio, salvan el pasado de la usura del tiempo: "lo que te ha sido dado te será arrebatado, tienes el deber de recordar todos estos tesoros", dice en un pasaje de Metafísica. Por esto mismo, Nothomb cree útil ofrecer a sus lectores (numerosos y fieles) el placer de esta narración ombliguista, en la que la escritora consagrada puede dar rienda suelta a su megalomanía (hablar de sí mismo en 3ª persona es síntoma clínico) y a su necesidad de reafirmación. La escritura ha de servir, por consiguiente, para trazar las grandes líneas de la personalidad, para acometer la búsqueda de la identidad..

Comentaba más arriba que la niña cobra conciencia de su yo gracias a un tableta de chocolate blanco que le ofrece su abuela: "el placer es una maravilla que me enseña a ser yo mismo. Yo sede del placer. El placer soy yo: cada vez que exista placer existiré yo. Ningún placer sin mí, ¡yo no existo sin placer!", dice la pequeña. Una sensación que le permite conocer el mundo desde la individualidad, y cuyo imperio se extiende hasta la edad adulta, a pesar de que la sociedad menosprecie su valor a beneficio del raciocinio. Se trata, según la narradora, de una "secta de imbéciles que oponen sensualidad e inteligencia", lo que no hace sino empobrecerles y les reconforta en su convicción de ser brillantes.
"El deleite, en cambio, nos hace humildes y admirativos con lo que produce, el placer despierta la mente y la empuja tanto hacia la virtuosidad como hacia la profundidad." Sólo el goce sensual abre, pues, la puerta del conocimiento de sí, punto en el que podría coincidir con Freud y su principio de placer. Pero lejos de situarlo en la trinidad de fases infantiles, Nothomb lo basa en la ingestión de golosinas: planteamiento un tanto acientífico que sitúa al individuo en una banal humildad identitaria.
Más delante dirá, sin embargo, que "nuestras personalidades son nulas, nuestras inclinaciones resultan a cuál más banal. Sólo nuestras repulsiones nos definen realmente." Y no es el placer esta vez, sino el displacer lo que permite al individuo su posicionamiento en el mundo. Constante en la novelística nothombiana, la confrontación antagonista se centra en algún personaje o grupo de personajes que le sugieren la más viva repulsión. En el caso de Metafísica de los tubos el ejemplo es revelador. Asombrada de que una bandera en forma de pez (la sempiterna carpa de la cultura nipona) simbolice el mes de los chicos, la niña desarrollará durante la segunda mitad de la novela una repulsión intensa por los peces; hasta el punto de sufrir pesadillas obsesivas: "de noche, en mi cama, la oscuridad se poblaba de bocas abiertas. Bajo mi almohada, lloraba de terror (...) No era su estómago lo que me repuganaba, sino su boca, el movimiento de válvula de sus mandíbulas que me violaba los labios durante eternidades nocturnas." Se puede observar en esta asociación pez-muchachos la revisitación de los terrores infantiles que se proyectan hacia el futuro, hacia la adolescencia y la edad adulta en que jóvenes y hombres exigen con violencia la satisfacción del deseo sexual: ávidas bocas, ávidas manos que amenazan la tranquilidad del frágil castillo.
¿Una cierta androfobia? Es probable si la ponemos en relación con los depositarios de la confrontación antagonista de sus demás novelas. Y si hay otra constante en la obra nothombiana, esta es la presencia del monstruo, que suele ser un viejo o un obeso personaje poseedor de los peores vicios y las más deleznables obsesiones. En Hygiène de l'assassin, la heroína, una joven y sagaz periodista, debe enfrentarse al escritor de éxito Prétextat Tach: un enorme hombretón amante de todos los excesos que tiene aterrorizada a la comunidad periodística con sus exabruptos. Un caso análogo se da en Las Catilinarias, donde el enemigo ha sido bautizado con el nombre de Kyste. Y en Mercure, novela de 1998, Hazel es rescatada de los bombardeos por un anciano "que devora con los ojos", arquetipo del ogro, quien le prohíbe mirarse en los espejos so pretexto de que la guerra ha desfigurado su cara. Hazel halla, sin embargo, un espejo en la habitación de su benefactor; un tipo de espejo que en francés recibe el nombre de "psyché": el alma. "Je me vois donc je suis", dice Hazel reciclando la sentencia cartesiana. Así, cuando la pequeña de Metafísica de los tubos se cae en el estanque -aturdida por la masculina presencia de las carpas- y se hace una profunda brecha en la cabeza, proclama: "¡Quiero verme en un espejo! ¡Quiero ver el agujero de mi cabeza!" La necesidad de verse y de conocerse -la cabeza como sede de la inteligencia, del alma- se dan la mano en estas exclamaciones.

Vemos, por consiguiente, que Metafísica de los Tubos explota el tópico de la feminidad amenazada, y eso a través de una estructura carente de procedimientos narrativos como, por ejemplo, los saltos de tiempo: el único flashback, la entrada del padre en las clases de canto No, apenas quiebra la linealidad argumental. Por otra parte, el dibujo de los personajes, escasamente esbozados, los hace aparecer como hieráticos figurantes de un ritual a la mayor gloria del okosama. Y eso, que tal vez respondiese a una sobriedad perseguida, puede esconder escasez de recursos. La versión española, a cargo de Sergi Pàmies, da buena cuenta del original francés, a pesar de algunas licencias que, como traidor profesional, debe acometer todo traductor. No seré yo quien la emprenda con la larga lista de traductores catalanes, pero algunas catalanades son decididamente flagrantes: como ese adjetivo, "cranial" que aparece en dos ocasiones en la página 45; o, en otro orden de ocurrencias, la adopción de términos ingleses tradicionalmente utilizados en francés pero que en castellano suenan fuera de lugar, como "stock" (resto, depósito). Una última más grave: confundir 'circunvolución' con "circunvalación" (página 20), dando así fe de las prisas del señor traductor.

En definitiva, que cabe saludar con un aplauso la llegada masiva de escritores de lengua francesa al panorama editorial español, a pesar de que la selección no cumpla siempre las exigencias de calidad que se espera de uno de los grandes sellos hispanos: no se debería acoger todo producto viniera de donde viniese, pues, como afirma la narradora de Metafísica de los tubos: "Vivir significa rechazar. Aquel que todo lo acepta vive igual que el desagüe de un lavabo."

No hay comentarios: