jueves, 5 de mayo de 2016

CARLOS CASTÁN: LA MALA LUZ. Buen texto, aun con sus defectos y su machismo rampante...

Ed. Destino, Barcelona, 2013, 232 págs.
La mala luz no me parece que sea una novela al uso. Introspectiva e incluso muy íntima, el relato de Castán parece ser más una larga descripción del ánimo y de las vicisitudes intelectuales del personaje-narrador (no podemos afirmar, desde luego, que se corresponda con el autor, aunque numerosas referencias podrían animarnos a hacerlo –el traslado de Huesca a Zaragoza, las vivencias en Madrid junto a Panero...) que la narración de acontecimientos siguiendo una estructura coronada por un nudo y un desenlace.
Carlos Castán
Si nudo y desenlace hay, éste es relativamente fugaz y tardío (aparición de Nadia), incluso anecdótico: de ahí que yo no dé importancia a su influencia en el resultado final de la obra...

Y aun siendo un relato severamente introspectivo, La mala luz se devora con gusto. Tal vez se deba, por mi parte, a mi especial gusto por este tipo de literatura digamos confesional, en la que una persona aparece entre las líneas y deja entrever sus debilidades y su "ser-en-sí", como diría Sartre –más tarde se verá por qué utilizo esta fórmula tan rimbombante como démodée...

Sin embargo, la persona que parece vislumbrarse entre las líneas de la novela no me gusta en absoluto. No puedo evitar identificar a ese personaje-narrador con Carlos Castán 'el escritor' (establecidas las diferencias por Philippe Lejeune1), a quien conozco tan sólo escasamente y a quien no puedo evitar asociar con la cultureta-de-amiguetes de nuestra rancia y casposa Huesca.
Castán, con Sipán, Dominique Leyva y... ¡Justo Bagüeste!
Y tal vez sea por eso que el personaje-Castán no salga reforzado tras la lectura de La mala luz: parece ser toda la novela un intento de mostrarse a sí mismo como un doliente personaje, bohemio y enfermo del tópico malditismo autodestructivo, del hombre menoscabado por la belleza de las mujeres (a quienes, por otra parte, parece despreciar enormemente) e incapaz, como quien dice, de freírse un huevo.

Estamos pues ante la pintura de sí mismo que hace el personaje-narrador (sea o no el propio Castán) en la mejor tradición del literato moderno (en el sentido de pre-contemporáneo, tan en la lignée de los escritores del París decimonónico que se refugiaban detrás de una copa de ajenjo en los bistrós del Barrio Latino).

No obstante esto, el recurso utilizado y que en gran parte justifica su uso me parece muy acertado: cuando la policía registra la vivienda de Jacobo, y revisa sus papeles y libros, ese personaje-narrador se pregunta por el retrato que resultaría del repaso de su biblioteca.

Y en esto, aunque sea un recurso acertado y luminoso, Castán se me hace un poco insufrible. Ciertamente, definirse a sí mismo a través de su propia biblioteca obliga a citar títulos y autores; pero debe de haber una diferencia entre hacerlo por "exigencias del guión" y hacerlo por darse a sí mismo un continuo barniz "cultintelectual" que deja mucho que desear.

Y es que las constantes referencias literarias (que pueden estar justificadas cuando alguien habla de su más íntimo ser), aderezadas para más inri con citas en francés, inglés o italiano (alguna de ellas mal escrita), dotan al personaje-narrador de una inevitable aura de vacilón –que, por desgracia, parece casar estupendamente con el personaje-Castán a quien considero habitualmente tan pagado de sí mismo.


Confieso sin embargo que ese barniz de tipo culto que Castán parece querer darse en esta La mala luz no me ha impedido leerla con gusto y dedicación, recomendándola por eso mismo a quien quiera acercarse a estas y a sus páginas...

Habla Castán en La mala luz principalmente del abandono en que sume una señora a ese personaje-narrador. Narra, pues, el dolor de sentirse, de saberse solo, irremediablemente abandonado a su suerte, y de cómo la única solución por la que es posible optar pasa necesariamente por ese tópico estropearse a sí mismo.

No deja Castán de explicarlo desgarradoramente hablando de ese "dolor desnudo que no encontraba los términos adecuados, algo comparable a un desgarramiento animal ... igual que un perro que despierta de la anestesia bajo cuyo efecto acaban de extraerle un riñón de mala manera". Me parece una fórmula acertada para indicarnos su doliente estado de ánimo, amén de demostrativa de una cierta empatía hacia el dolor ajeno, en este caso el de un indefenso animal.

Encuentro otros hallazgos felices que me hacen ver en este narrador un escritor con sólidas ideas, quien, al enfrentarse a su pasado materializado en una foto de su infancia pide perdón a ese niño que fue él "por todo el daño que te he infligido, por lo que he acabado haciendo con tu vida"... Bonito, pero algo esperable dentro de esa dinámica autoconmiserativa de toda la novela.

Hay asimismo un personaje, Jacobo, capital para el devenir del protagonista, que resulta sumamente atractivo; y ello no tanto por las cualidades propias de su pintura sino por la manera en que describe en qué consiste su afinidad con el narrador:
"Este tipo de afinidades son ante todo una cuestión de foco, de visión sobre el mundo: de repente descubres a alguien que no sólo coloca en el mismo punto del espacio la fuente de luz, sino que lo dirige en la dirección exacta en la que tú mirabas".

Ese foco, esa luz, esa mala luz, es en parte deudora de un ambiente: el de una pequeña ciudad de provincias en la que nadie tiene vida propia y basa en la de los demás su entretenimiento. Así, Jacobo echaba "muchas pestes" de esa "dulce Provincia" en la que "todas sus buenas gentes ... habían hecho del espionaje a los demás, la maledicencia y el juicio rápido todo un sofisticado modelo de ocio".

Pero no pretende, al denunciarlo, nuestro narrador proponer ninguna transformación de la realidad tendente a apartar al vulgo (sí, a ése que no lee libros y no se ocupa del pensamiento) de esas prácticas. Se pregunta el narrador si no es posible que "el secreto de cierto equilibrio interior ... radique en mimetizarse con la nada circundante en lugar de rebelarse y querer hacer de ella un enemigo inmenso".... Podríamos encontrar en este camuflaje el programa transformador habitual en tantos manchadores de papel, quienes, dependiendo de editoriales y grupos empresariales interesados en determinadas opciones políticas –y que obligan a tantos y tantos escritores a mostrarse "independientes" con respecto a cualquier pensamiento político. Tal vez la larga referencia que hace el narrador al sufrimiento de un minero chileno pueda hacernos pensar en sus inquietudes sociales. Pero es que..., un relato solipsista y autorreferencial no ha de insistir en la veta fraternal –más bien en todo lo contrario.

Y sin embargo, he leído La mala luz con gusto y dedicación.

Pero si algún mensaje social quiere y puede extraerse de este libro de 2012, este reside en el trato que reciben las mujeres.

¿Es el feminismo la asignatura pendiente de nuestra "clase" escritorial?

¿Cómo descartar esa idea dándose cuenta uno de que el papel al que se limita a las mujeres en una trama es el de encendedoras del deseo, en meras figurantes y debeladoras de un impulso físico que, por ello mismo, las convierte en carentes de densidad intelectual?

Y es que las mujeres que aparecen en esta nueva entrega de la obra de Castán son convertidas en objetos de consumo al alcance de quien quiera degustar sus cualidades. Como si se tratara de un producto alimenticio, las mujeres son comparadas a las copas del dipsómano ("cuesta poco trabajo abandonar una fiesta cuando ya no quedan chicas, ni bebida") o, peor todavía a los huesos que un perro entierra para consumir después o a los churros que acompañan al chocolate; así, dice el narrador que "es mil veces preferible dejar siempre algo en el plato, desdeñar con elegancia parte del festín; cenar, por ejemplo, con una espectacular dama y permitir graciosamente que se escape viva" –como si una mujer fuera una presa o un trofeo de caza.
No es de extrañar, pues, que las trate como a estúpidas cuya única cualidad admisible es que sean bellas. De esta manera imaginaba que lo vería alguien ajeno a él mismo, "acompañado a veces por mujeres que no están nada mal, que se beben sus palabras y le ríen las gracias como lelas" –es decir, rendidas a sus encantos de enfant terrible y escribidor de libros... Triste...

Es más triste todavía cuando esas mujeres entran en un estadio en que dejan de ser deseables; entonces, sólo inspiran rechazo al personaje-narrador –como cuando asiste en un bar a la reunión de unas mujeres cincuentonas que esperan la llegada de sus compañeros de fiesta: "necesidad de marcharme rápidamente de allí porque todo aquello empieza a darme un poco de asco".

Ese rechazo y es desdén se hace superlativo cuando él parece sentir zozobrar su propia seguridad en sí mismo, su entereza der ser autónomo y autosuficiente. Entonces las insulta directamente, diciéndoles por carta que "te quise tanto, pedazo de zorra, que mi amor no puede irse"; o, peor todavía, "era una zorra" que "merecía morir" –y va y la mata. Pero no sin haberle contado a su madre el paraíso al que conseguía llegar con ella: "si pudieras entender lo que siento cada vez que mi semen sale disparado hacia el cielo de su boca". Edificante, ¿verdad?

Pero esta no es la única parte de La mala luz que me desagrada (como el barniz intelectual que da al retrato de sí mismo), sino otros elementos que paso a enunciar:

Los numerosos tópicos que le hacen a uno dar un tropezón durante la lectura:

- ese recurso "pop" a los "marines heridos en los hospitales de campaña de Vietnam";

- o la aparente "sipanada" (relativo a las expresiones tópicas e insulsas tan habituales en Óscar Sipán, amigo de nuestro narrador) de hablar de "la prosa desatada de Proust, Baroja o Thomas Mann" (¿desatado, Proust, tan sujeto a la norma gramatical? ¿desatado, Baroja?);

el constante tópico parisién, por el que el personaje-narrador va a curarse las heridas a ese paraíso letraherido que es París... Sobre esa visita a París, me llamó la atención que dijera el narrador que se alojaba en un "Hôtel du Nord" que estaba a "dos o tres manzanas ... del cementerio de Montparnasse". Parece casar mal la existencia de un hotel "del norte" en un barrio del suroeste como es Montparnasse... Busco en Google la ubicación de ese "Hôtel du Nord" y, ¡justo!: está en el norte, cerca de République, y a dos o tres manzanas del cementerio de... ¡Père-Lachaise! Parece que sea simplemente un fallo estúpido perfectamente subsanable en una relectura del texto por parte del propio autor... Pero... la tumba de Marguerite Duras, que el personaje-narrador va a visitar, no está en el Père-Lachaise, sino en Montparnasse... ¿Estuvo realmente Castán allí -pues el error sobre esos dos cementerios podría ponerlo en duda? ¿O simplemente se alojó en un hotel diferente? ¿Impostura? ¿Meter París en el texto bien vale una trola?

Errores de corrector o del mismo autor que, al no revisar su texto, deja pasar frases estruendosamente torpes como ésta: "nada que llamara especialmente mi atención desde el punto de vista de averiguar si se había metido en algún lío extraño" –que se repite en la carta escrita a su amada: "aunque ahora te ofreciera mi vida entera ... está claro que desde el punto de vista de la cantidad iba a ser bastante poca cosa".

O esa incorrecta expresión, tan habitual en nuestra lengua cotidiana "todo, a excepción mía" (!!)

O, todavía más, que un profesor de filosofía se refiera a "su conversación en sí" –utilizando un vulgarismo usual en la lengua no docta pero inaceptable en alguien que seguro conoce a Sartre, a Heidegger...

O, ya la última, que tras escribir varias frase en francés (todas ellas tópicas, desde luego), se pregunte si "habrían ido mis hermanos en petit comité a entrevistarse..." –escribiendo el francés "commité" à la québécoise... En fin...

O, de verdad que sí que es la última, esa otra sipanada (que me recuerda tanto a cuando Sipán decía, en Leyendario que "la llamó Ulitea, porque cuando la miraba ese era el nombre que le venía a la cabeza") que aparece cuando el narrador "averigua" el romance entre Jacobo y Nadia: "me bastó ver una sola vez esas fotografías para saber que entre aquella mujer y mi amigo había existido algo intenso. Fue una de esas cosas que se adivinan al vuelo, en apenas un momento, sin que nadie pueda explicar por qué"... Ay!

En fin, una novela interesante, aunque llena de defectos perfectamente salvables para un escritor YA experimentado, a pesar de ese constante tirarse-el-moco en que parece insistir pintándose a sí mismo (o al personaje-narrador que tantas coincidencias guarda con el autor) como un tipo dotado de una vastísima cultura literaria, y con un innegable atractivo para las mujeres –a quienes denuesta constantemente como simplemente aptas para la figuración erótica (objetualización + desdén = machismo manifiesto).

Aun con todo eso, es reseñable la valentía del escritor de ofrecer sus dolencias, sus debilidades y defectos al común escrutinio de sus lectores, quienes pueden admirarlo más –o, por el contrario, rechazar la complacencia con la que se muestra tan autoconmiserativo.

No creo, por todo ello, que este sea el mejor título de Castán.


1 LEJEUNE, Philippe, Le Pacte autobiographique. Seuil. Paris, 1975.