Houellebecq: un humanista desengañado
Houellebecq se ha granjeado la reputación de escritor polémico. No sólo por el contenido de su obra novelística y poética (es autor de tres novelas, dos ensayos y tres poemarios), sino también por sus apariciones públicas, trufadas de declaraciones -entre sociológicas y políticas- emitidas desde una superioridad moral sesentayochista, de díficil arraigo en nuestro país.
Porque moral parece ser el semillero donde Houellebecq recoge el germen de sus fábulas. Una novelística que, desde el tono de la denuncia, señala la pauperización de los contactos humanos en las sociedades industrializadas. Todas las condiciones de la vida en las ciudades -desde sus inconvenientes a la tecnología que permite el contacto a distancia- provocan el parapetamiento del individuo en su puesto de trabajo y/o en su hogar, inapto a la comunicación de ideas y/o de sentimientos. En este escenario, y con los sentidos azuzados por la publicidad -que convierte al individuo urbano en una especie de "zombi nómada", en palabras de Sloterdijk-, el sexo se ha erigido (con perdón) en uno de los pocos exutorios de la individualidad, en uno de los únicos terrenos de entendimiento posibles entre las personas. Y aunque el cuerpo pueda engañar emitiendo falsas señales, la sexualidad es un rito comunicativo en el que las motivaciones de los comunicantes son, en principio, de índole común.
Partiendo de esta idea, no es de extrañar que las escenas de sexo explícito abunden en la obra de Houellebecq -lo que podría emparentarle con cierto dirty realism del agrado de los jóvenes lectores, mayoritarios consumidores de su producción. Quiero decir con ello que su frecuente presencia está justificada por las exigencias morales del narrador, dejando de ser gratuita en el momento en que se concibe su necesidad -no sólo pulsional sino relacional- en la dinámica del relato.
Pues bien, Michel, el protagonista de Plataforma, es un ávido consumidor de prostitución callejera, internet, peep-shows... Hasta que, en un viaje organizado, conoce a Valérie: agente turística tan interesada en el sexo como él. Entre los dos se establece una relación de viva complicidad que les llevará a compartir experiencias y parejas, en un clima de distensión y satisfacción plenas.
Teniendo como telón de fondo el viaje a Tailandia en que se conocieron, ha lugar para que diserten sobre el componente mayoritariamente masculino de estas escapadas de carácter sexual. La sociedad vive de espaldas a la satisfacción sexual, obligando a los individuos a buscar soluciones vicarias o empujándoles a la neurosis. Compara el narrador, por otra parte, el liberalismo económico con el liberalismo sexual en voga desde los '60, pues la oferta y la demanda han creado bolsas de pobreza tanto económica como sexual: aquellos individuos incapaces de adaptarse al sistema de compraventa. Lo lógico sería arreglar esas descompensaciones desde el pensamiento igualitario, con el fin de asegurar la satisfacción de las necesidades vitales y pulsionales de todos los individuos. Curiosa manera de conjugar a Keynes con los téóricos sexuales graduados en la Escuela de Frankfurt.
Viviendo como vivimos, pues, en una sociedad de consumo, sería cabal esperar -desde una perspectiva smithiana- que esas desigualdades fueran borradas por la mano invisible del mercado: el rico occidental que compra la mercancía que al pobre subdesarrollado no le supone un alto sacrificio vender. No parece preocuparle al narrador la evidente explotación sexual que esta conducta instala en la persona del indígena, al no sentir violada su dignidad por la práctica del comercio sexual. Ya que, ofrecer su cuerpo como un objeto agradable, dar placer gratuitamente: eso es lo que los ocidentales ya no saben hacer. Han perdido completamente el sentido de la entrega -afirma el narrador de Plataforma. Una sexualidad satisfecha haría de la humanidad un lugar más habitable, en el que, por fin, cada uno comprendiera las necesidades del otro intentando darles solución.
En medio de esta política sexual, un aspecto que ha levantado no pocas ampollas en la sociedad francesa es el tratamiento que hace Houellebecq de la mujer más como objeto que procura el goce erótico que como sujeto que lo busca. Buscando ora la polémica ora la defensa de la causa femenina, el francés se atrevió a dirigirse, en años anteriores, a la mujer lamentando su suerte: "Es posible, simpático amigo lector, que sea usted mismo una mujer. No se preocupe, son cosas que pasan" (Ampliación del campo de batalla, 1994). Parece realmente insultante, pero yo sostengo que Hoeullebecq se hace eco de los efectos que tiene la sociedad patriarcal sobre las mujeres: es este un mundo de hombres, en el que la presencia e influencia femeninas son anecdóticas (Bourdieu afirmaba que la mujer es un no-hombre); es el deseo masculino el que ha de ser canalizado hacia el consumo, ya que es el hombre quien mantiene la economía mediante la puesta en práctica de los valores en que ha sido educado: el "gusto por el riesgo y el juego, su grotesca vanidad, su irresponsabilidad, su violencia primaria..." (Las Partículas elementales, 1998). Afirma el francés que, en caso de haberse aplicado otras cualidades tradicionalmente atribuidas a las mujeres, como el optimismo, la generosidad, la complicidad y la harmonía, el mundo habría avanzado más despacio, pero más seguro. Por eso él vaticina -parafraseando, en un gesto pop, el eslogan de una cadena francesa de supermercados- que el mañana será femenino (Partículas..., 1998): en este cambio, en esta necesaria evolución, se halla la solución de la sociedad.
Aun proponiendo un futuro halagüeño para la humanidad, los relatos de Houellebecq terminan mal: las esperanzas puestas en la continuidad del placer (pues así definía Voltaire la felicidad) se estrellan contra la crueldad del azar. La soledad, o la locura, o el abandono, esperan al individuo al cabo de la calle, condenado a vagar en pos de un ideal inalcanzable. Sólo una actitud cínica ante la vida, teñida de estoicismo, permitirá sobrevivir al humanista desengañado que es Hoeullebecq. Literatura, pues, de importante calado filosófico y político.
Houellebecq se ha granjeado la reputación de escritor polémico. No sólo por el contenido de su obra novelística y poética (es autor de tres novelas, dos ensayos y tres poemarios), sino también por sus apariciones públicas, trufadas de declaraciones -entre sociológicas y políticas- emitidas desde una superioridad moral sesentayochista, de díficil arraigo en nuestro país.
Porque moral parece ser el semillero donde Houellebecq recoge el germen de sus fábulas. Una novelística que, desde el tono de la denuncia, señala la pauperización de los contactos humanos en las sociedades industrializadas. Todas las condiciones de la vida en las ciudades -desde sus inconvenientes a la tecnología que permite el contacto a distancia- provocan el parapetamiento del individuo en su puesto de trabajo y/o en su hogar, inapto a la comunicación de ideas y/o de sentimientos. En este escenario, y con los sentidos azuzados por la publicidad -que convierte al individuo urbano en una especie de "zombi nómada", en palabras de Sloterdijk-, el sexo se ha erigido (con perdón) en uno de los pocos exutorios de la individualidad, en uno de los únicos terrenos de entendimiento posibles entre las personas. Y aunque el cuerpo pueda engañar emitiendo falsas señales, la sexualidad es un rito comunicativo en el que las motivaciones de los comunicantes son, en principio, de índole común.
Partiendo de esta idea, no es de extrañar que las escenas de sexo explícito abunden en la obra de Houellebecq -lo que podría emparentarle con cierto dirty realism del agrado de los jóvenes lectores, mayoritarios consumidores de su producción. Quiero decir con ello que su frecuente presencia está justificada por las exigencias morales del narrador, dejando de ser gratuita en el momento en que se concibe su necesidad -no sólo pulsional sino relacional- en la dinámica del relato.
Pues bien, Michel, el protagonista de Plataforma, es un ávido consumidor de prostitución callejera, internet, peep-shows... Hasta que, en un viaje organizado, conoce a Valérie: agente turística tan interesada en el sexo como él. Entre los dos se establece una relación de viva complicidad que les llevará a compartir experiencias y parejas, en un clima de distensión y satisfacción plenas.
Teniendo como telón de fondo el viaje a Tailandia en que se conocieron, ha lugar para que diserten sobre el componente mayoritariamente masculino de estas escapadas de carácter sexual. La sociedad vive de espaldas a la satisfacción sexual, obligando a los individuos a buscar soluciones vicarias o empujándoles a la neurosis. Compara el narrador, por otra parte, el liberalismo económico con el liberalismo sexual en voga desde los '60, pues la oferta y la demanda han creado bolsas de pobreza tanto económica como sexual: aquellos individuos incapaces de adaptarse al sistema de compraventa. Lo lógico sería arreglar esas descompensaciones desde el pensamiento igualitario, con el fin de asegurar la satisfacción de las necesidades vitales y pulsionales de todos los individuos. Curiosa manera de conjugar a Keynes con los téóricos sexuales graduados en la Escuela de Frankfurt.
Viviendo como vivimos, pues, en una sociedad de consumo, sería cabal esperar -desde una perspectiva smithiana- que esas desigualdades fueran borradas por la mano invisible del mercado: el rico occidental que compra la mercancía que al pobre subdesarrollado no le supone un alto sacrificio vender. No parece preocuparle al narrador la evidente explotación sexual que esta conducta instala en la persona del indígena, al no sentir violada su dignidad por la práctica del comercio sexual. Ya que, ofrecer su cuerpo como un objeto agradable, dar placer gratuitamente: eso es lo que los ocidentales ya no saben hacer. Han perdido completamente el sentido de la entrega -afirma el narrador de Plataforma. Una sexualidad satisfecha haría de la humanidad un lugar más habitable, en el que, por fin, cada uno comprendiera las necesidades del otro intentando darles solución.
En medio de esta política sexual, un aspecto que ha levantado no pocas ampollas en la sociedad francesa es el tratamiento que hace Houellebecq de la mujer más como objeto que procura el goce erótico que como sujeto que lo busca. Buscando ora la polémica ora la defensa de la causa femenina, el francés se atrevió a dirigirse, en años anteriores, a la mujer lamentando su suerte: "Es posible, simpático amigo lector, que sea usted mismo una mujer. No se preocupe, son cosas que pasan" (Ampliación del campo de batalla, 1994). Parece realmente insultante, pero yo sostengo que Hoeullebecq se hace eco de los efectos que tiene la sociedad patriarcal sobre las mujeres: es este un mundo de hombres, en el que la presencia e influencia femeninas son anecdóticas (Bourdieu afirmaba que la mujer es un no-hombre); es el deseo masculino el que ha de ser canalizado hacia el consumo, ya que es el hombre quien mantiene la economía mediante la puesta en práctica de los valores en que ha sido educado: el "gusto por el riesgo y el juego, su grotesca vanidad, su irresponsabilidad, su violencia primaria..." (Las Partículas elementales, 1998). Afirma el francés que, en caso de haberse aplicado otras cualidades tradicionalmente atribuidas a las mujeres, como el optimismo, la generosidad, la complicidad y la harmonía, el mundo habría avanzado más despacio, pero más seguro. Por eso él vaticina -parafraseando, en un gesto pop, el eslogan de una cadena francesa de supermercados- que el mañana será femenino (Partículas..., 1998): en este cambio, en esta necesaria evolución, se halla la solución de la sociedad.
Aun proponiendo un futuro halagüeño para la humanidad, los relatos de Houellebecq terminan mal: las esperanzas puestas en la continuidad del placer (pues así definía Voltaire la felicidad) se estrellan contra la crueldad del azar. La soledad, o la locura, o el abandono, esperan al individuo al cabo de la calle, condenado a vagar en pos de un ideal inalcanzable. Sólo una actitud cínica ante la vida, teñida de estoicismo, permitirá sobrevivir al humanista desengañado que es Hoeullebecq. Literatura, pues, de importante calado filosófico y político.
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