María Bellosta es enfermera y socióloga
Hablar de algo tan personal como es la muerte no es algo habitual. Máxime cuando en un mundo feliz y posmoderno como el actual en el que "todo se puede" el final de la vida nos coloque frente al último e insalvable límite, frente a nuestra condición vulnerable y frágil. La muerte en este contexto sociohistórico concreto viene siendo entendida como una sorpresa, un accidente, un fracaso de la técnica y por tanto debe ser negada, evitada, escondida, debe ser convertida en un tabú mucho más potente que el del sexo. Nos encontramos ante un tránsito social claro: de un hecho normal y familiar hemos pasado a un suceso raro e institucionalizado, se muere en el Hospital, solo (como resultado de las características propias de la mayoría de instituciones hospitalarias en nuestro país) y sin saber que se está muriendo (se dice que para evitar el sufrimiento). Y éste es un grave problema, no ya solo para la persona moribunda, cuya imagen rodeada de sus seres queridos en el domicilio ha pasado a ser anacrónica, sino también para el resto de sus seres queridos. No es posible enfocar la muerte propia de un modo adecuado sin haber socializado antes en la muerte de otros seres queridos. Como profesionales sanitarios, en muchos casos, no podemos evitar la muerte, pero si podemos aceptarla y adquirir el compromiso de que la esperanza del moribundo de no morir en soledad se verá cumplida. Pero claro está, esta esperanza en muchas ocasiones no podrá realizarse si el enfermo no es consciente de que va a morir.La muerte hoy por hoy, es también un gran negocio. A la sombra de nuestro no saber estar frente a ella se ha producido una proliferación de velatorios, cementerios privados, hornos crematorios, mercantilizando esta etapa final y reforzando las desigualdades sociales que ya existían en vida.
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