Ed. Destino, Barcelona, 2013, 232 págs. |
La mala
luz no me parece que sea una novela al uso.
Introspectiva e incluso muy íntima, el relato de Castán
parece ser más una larga descripción del ánimo y
de las vicisitudes intelectuales del personaje-narrador (no podemos
afirmar, desde luego, que se corresponda con el autor, aunque
numerosas referencias podrían animarnos a hacerlo –el
traslado de Huesca a Zaragoza, las vivencias en Madrid junto a
Panero...) que la narración de acontecimientos siguiendo una
estructura coronada por un nudo y un desenlace.
Carlos Castán |
Si nudo y
desenlace hay, éste es relativamente fugaz y tardío
(aparición de Nadia), incluso anecdótico: de ahí
que yo no dé importancia a su influencia en el resultado final
de la obra...
Y aun
siendo un relato severamente introspectivo, La
mala luz se devora con gusto. Tal vez se
deba, por mi parte, a mi especial gusto por este tipo de literatura
digamos confesional, en la que una persona aparece entre las líneas
y deja entrever sus debilidades y su "ser-en-sí",
como diría Sartre –más tarde se verá por qué
utilizo esta fórmula tan rimbombante como démodée...
Sin
embargo, la persona que parece vislumbrarse entre las líneas
de la novela no me gusta en absoluto. No puedo evitar identificar a
ese personaje-narrador con Carlos Castán 'el escritor'
(establecidas las diferencias por Philippe Lejeune1),
a quien conozco tan sólo escasamente y a quien no puedo evitar
asociar con la cultureta-de-amiguetes de nuestra rancia y casposa
Huesca.
Castán, con Sipán, Dominique Leyva y... ¡Justo Bagüeste! |
Y tal vez
sea por eso que el personaje-Castán no salga reforzado tras la
lectura de La mala luz:
parece ser toda la novela un intento de mostrarse a sí mismo
como un doliente personaje, bohemio y enfermo del tópico
malditismo autodestructivo, del hombre menoscabado por la belleza de
las mujeres (a quienes, por otra parte, parece despreciar
enormemente) e incapaz, como quien dice, de freírse un huevo.
Estamos
pues ante la pintura de sí mismo que hace el
personaje-narrador (sea o no el propio Castán) en la mejor
tradición del literato moderno (en el sentido de
pre-contemporáneo, tan en la lignée
de los escritores del París decimonónico que se
refugiaban detrás de una copa de ajenjo en los bistrós
del Barrio Latino).
No obstante
esto, el recurso utilizado y que en gran parte justifica su uso me
parece muy acertado: cuando la policía registra la vivienda de
Jacobo, y revisa sus papeles y libros, ese personaje-narrador se
pregunta por el retrato que resultaría del repaso de su
biblioteca.
Y en esto,
aunque sea un recurso acertado y luminoso, Castán se me hace
un poco insufrible. Ciertamente, definirse a sí mismo a través
de su propia biblioteca obliga a citar títulos y autores; pero
debe de haber una diferencia entre hacerlo por "exigencias del
guión" y hacerlo por darse a sí mismo un continuo
barniz "cultintelectual" que deja mucho que desear.
Y es que
las constantes referencias literarias (que pueden estar justificadas
cuando alguien habla de su más íntimo ser), aderezadas
para más inri con citas en francés, inglés o
italiano (alguna de ellas mal escrita), dotan al personaje-narrador
de una inevitable aura de vacilón –que, por desgracia,
parece casar estupendamente con el personaje-Castán a quien
considero habitualmente tan pagado de sí mismo.
Confieso
sin embargo que ese barniz de tipo culto que Castán parece
querer darse en esta La mala luz
no me ha impedido leerla con gusto y dedicación,
recomendándola por eso mismo a quien quiera acercarse a estas
y a sus páginas...
Habla
Castán en La mala luz
principalmente del abandono en que sume una señora a ese
personaje-narrador. Narra, pues, el dolor de sentirse, de saberse
solo, irremediablemente abandonado a su suerte, y de cómo la
única solución por la que es posible optar pasa
necesariamente por ese tópico estropearse a sí mismo.
No deja
Castán de explicarlo desgarradoramente hablando de ese "dolor
desnudo que no encontraba los términos adecuados, algo
comparable a un desgarramiento animal ... igual que un perro que
despierta de la anestesia bajo cuyo efecto acaban de extraerle un
riñón de mala manera". Me
parece una fórmula acertada para indicarnos su doliente estado
de ánimo, amén de demostrativa de una cierta empatía
hacia el dolor ajeno, en este caso el de un indefenso animal.
Encuentro
otros hallazgos felices que me hacen ver en este narrador un escritor
con sólidas ideas, quien, al enfrentarse a su pasado
materializado en una foto de su infancia pide perdón a ese
niño que fue él "por todo
el daño que te he infligido, por lo que he acabado haciendo
con tu vida"... Bonito, pero algo
esperable dentro de esa dinámica autoconmiserativa de toda la
novela.
Hay
asimismo un personaje, Jacobo, capital para el devenir del
protagonista, que resulta sumamente atractivo; y ello no tanto por
las cualidades propias de su pintura sino por la manera en que
describe en qué consiste su afinidad con el narrador:
"Este
tipo de afinidades son ante todo una cuestión de foco, de
visión sobre el mundo: de repente descubres a alguien que no
sólo coloca en el mismo punto del espacio la fuente de luz,
sino que lo dirige en la dirección exacta en la que tú
mirabas".
Ese foco,
esa luz, esa mala luz, es en parte deudora de un ambiente: el de una
pequeña ciudad de provincias en la que nadie tiene vida propia
y basa en la de los demás su entretenimiento. Así,
Jacobo echaba "muchas pestes"
de esa "dulce Provincia" en
la que "todas sus buenas gentes ...
habían hecho del espionaje a los demás, la maledicencia
y el juicio rápido todo un sofisticado modelo de ocio".
Pero no
pretende, al denunciarlo, nuestro narrador proponer ninguna
transformación de la realidad tendente a apartar al vulgo (sí,
a ése que no lee libros y no se ocupa del pensamiento) de esas
prácticas. Se pregunta el narrador si no es posible que "el
secreto de cierto equilibrio interior ... radique en mimetizarse con
la nada circundante en lugar de rebelarse y querer hacer de ella un
enemigo inmenso".... Podríamos
encontrar en este camuflaje el programa transformador habitual en
tantos manchadores de papel, quienes, dependiendo de editoriales y
grupos empresariales interesados en determinadas opciones políticas
–y que obligan a tantos y tantos escritores a mostrarse
"independientes" con respecto a cualquier pensamiento
político. Tal vez la larga referencia que hace el narrador al
sufrimiento de un minero chileno pueda hacernos pensar en sus
inquietudes sociales. Pero es que..., un relato solipsista y
autorreferencial no ha de insistir en la veta fraternal –más
bien en todo lo contrario.
Y sin
embargo, he leído La mala luz
con gusto y dedicación.
Pero si
algún mensaje social quiere y puede extraerse de este libro de
2012, este reside en el trato que reciben las mujeres.
¿Es
el feminismo la asignatura pendiente de nuestra "clase"
escritorial?
¿Cómo
descartar esa idea dándose cuenta uno de que el papel al que
se limita a las mujeres en una trama es el de encendedoras del deseo,
en meras figurantes y debeladoras de un impulso físico que,
por ello mismo, las convierte en carentes de densidad intelectual?
Y es que
las mujeres que aparecen en esta nueva entrega de la obra de Castán
son convertidas en objetos de consumo al alcance de quien quiera
degustar sus cualidades. Como si se tratara de un producto
alimenticio, las mujeres son comparadas a las copas del dipsómano
("cuesta poco trabajo abandonar una
fiesta cuando ya no quedan chicas, ni bebida")
o, peor todavía a los huesos que un perro entierra para
consumir después o a los churros que acompañan al
chocolate; así, dice el narrador que "es
mil veces preferible dejar siempre algo en el plato, desdeñar
con elegancia parte del festín; cenar, por ejemplo, con una
espectacular dama y permitir graciosamente que se escape viva"
–como si una mujer fuera una presa o un trofeo de caza.
No es de
extrañar, pues, que las trate como a estúpidas cuya
única cualidad admisible es que sean bellas. De esta manera
imaginaba que lo vería alguien ajeno a él mismo,
"acompañado a veces por mujeres
que no están nada mal, que se beben sus palabras y le ríen
las gracias como lelas" –es decir,
rendidas a sus encantos de enfant terrible y escribidor de libros...
Triste...
Es más
triste todavía cuando esas mujeres entran en un estadio en que
dejan de ser deseables; entonces, sólo inspiran rechazo al
personaje-narrador –como cuando asiste en un bar a la reunión
de unas mujeres
cincuentonas que esperan la llegada de sus compañeros de
fiesta: "necesidad de marcharme
rápidamente de allí porque todo aquello empieza a darme
un poco de asco".
Ese rechazo
y es desdén se hace superlativo cuando él parece sentir
zozobrar su propia seguridad en sí mismo, su entereza der ser
autónomo y autosuficiente. Entonces las insulta directamente,
diciéndoles por carta que "te
quise tanto, pedazo de zorra, que mi amor no puede irse";
o, peor todavía, "era una zorra"
que "merecía morir"
–y va y la mata. Pero no sin haberle contado a su madre el paraíso
al que conseguía llegar con ella: "si
pudieras entender lo que siento cada vez que mi semen sale disparado
hacia el cielo de su boca". Edificante,
¿verdad?
Pero esta
no es la única parte de La mala luz
que me desagrada (como el barniz intelectual que da al retrato de sí
mismo), sino otros elementos que paso a enunciar:
Los
numerosos tópicos que le hacen a uno dar un tropezón
durante la lectura:
- ese
recurso "pop" a los "marines
heridos en los hospitales de campaña de Vietnam";
- o la
aparente "sipanada" (relativo a las expresiones tópicas
e insulsas tan habituales en Óscar Sipán, amigo de
nuestro narrador) de hablar de "la prosa
desatada de Proust, Baroja o Thomas Mann"
(¿desatado, Proust, tan sujeto a la norma gramatical?
¿desatado, Baroja?);
- el constante
tópico parisién, por el que el personaje-narrador va a
curarse las heridas a ese paraíso letraherido que es París...
Sobre esa visita a París, me llamó la atención
que dijera el narrador que se alojaba en un "Hôtel
du Nord" que estaba a "dos
o tres manzanas ... del cementerio de Montparnasse".
Parece casar mal la existencia de un hotel "del norte" en
un barrio del suroeste como es Montparnasse... Busco en Google la
ubicación de ese "Hôtel du
Nord" y, ¡justo!: está en
el norte, cerca de République, y a dos o tres manzanas del
cementerio de... ¡Père-Lachaise! Parece que sea
simplemente un fallo estúpido perfectamente subsanable en una
relectura del texto por parte del propio autor... Pero... la tumba de
Marguerite Duras, que el personaje-narrador va a visitar, no está
en el Père-Lachaise, sino en Montparnasse... ¿Estuvo
realmente Castán allí -pues el error sobre esos dos
cementerios podría ponerlo en duda? ¿O simplemente se alojó en un hotel diferente? ¿Impostura? ¿Meter
París en el texto bien vale una trola?
Errores de
corrector o del mismo autor que, al no revisar su texto, deja pasar
frases estruendosamente torpes como ésta: "nada
que llamara especialmente mi atención desde el punto de vista
de averiguar si se había metido en algún lío
extraño" –que se repite en la
carta escrita a su amada: "aunque ahora
te ofreciera mi vida entera ... está claro que desde el punto
de vista de la cantidad iba a ser bastante poca cosa".
O esa
incorrecta expresión, tan habitual en nuestra lengua cotidiana
"todo, a excepción mía"
(!!)
O, todavía
más, que un profesor de filosofía se refiera a "su
conversación en sí"
–utilizando un vulgarismo usual en la lengua no docta pero
inaceptable en alguien que seguro conoce a Sartre, a Heidegger...
O, ya la
última, que tras escribir varias frase en francés
(todas ellas tópicas, desde luego), se pregunte si "habrían
ido mis hermanos en petit comité
a entrevistarse..." –escribiendo el
francés "commité" à
la québécoise... En fin...
O, de
verdad que sí que es la última, esa otra sipanada (que
me recuerda tanto a cuando Sipán decía, en Leyendario
que "la llamó Ulitea, porque
cuando la miraba ese era el nombre que le venía a la cabeza")
que aparece cuando el narrador "averigua" el romance entre
Jacobo y Nadia: "me bastó ver una
sola vez esas fotografías para saber que entre aquella mujer y
mi amigo había existido algo intenso. Fue una de esas cosas
que se adivinan al vuelo, en apenas un momento, sin que nadie pueda
explicar por qué"... Ay!
En fin, una
novela interesante, aunque llena de defectos perfectamente salvables
para un escritor YA experimentado, a pesar de ese constante
tirarse-el-moco en que
parece insistir pintándose a sí mismo (o al
personaje-narrador que tantas coincidencias guarda con el autor) como
un tipo dotado de una vastísima cultura literaria, y con un
innegable atractivo para las mujeres –a quienes denuesta
constantemente como simplemente aptas para la figuración
erótica (objetualización + desdén = machismo
manifiesto).
Aun con
todo eso, es reseñable la valentía del escritor de
ofrecer sus dolencias, sus debilidades y defectos al común
escrutinio de sus lectores, quienes pueden admirarlo más –o,
por el contrario, rechazar la complacencia con la que se muestra tan
autoconmiserativo.
No creo,
por todo ello, que este sea el mejor título de Castán.
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