Las siete y cinco. El timbre de la puerta recorrió la columna vertebral de Manolito de arriba a abajo, estremeciéndole. Había sonado con una fuerza inusual, como si su autor poseyera una templanza y una personalidad fuera de lo común. El joven se levantó tembloroso y fue hacia la puerta, que abrió con lento sigilo, como desvelando al exterior un territorio escondido durante siglos.
Por el quicio de la puerta fue apareciendo poco a poco el rostro de una joven sonriente, que erguía la cabeza a medida que la abertura crecía.
- Hola, buenas tardes ¿El señor Calatorao, por favor?
En lugar de contestar, Manolito terminó de abrir la puerta hasta dejarla de par en par, sin contestar a la pregunta ni mediar palabra. La joven, sin perder la sonrisa, contempló al muchacho, y, extrañada, se cercioró mirando la placa sobre el frontal de la entrada de que no se había equivocado de piso.
- ¿Tú eres Manuel? ¿Está tu padre? Me ha dicho que pasara por aquí a estas horas. Yo soy la señorita Pizarro. Encantada -le afirmó relajada al tiempo que le ofrecía su mano para que el muchacho la estrechase. Tú eres Manuel, ¿verdad? Vaya, no esperaba encontrarme a un joven tan educado...
La vendedora había aprovechado la mano de Manuel como palanca para proyectarse hacia el interior del recibidor. Una vez dentro, y sin dejar de mirarle a los ojos, le preguntó de nuevo por su padre, decidida a asentar sólidamente los motivos de su presencia en el piso. Manuel le contó lo que había, que su padre no llegaría hasta más tarde y que le había pedido que le invitara a entrar.
- Huy, no, no querría molestar. Seguro que estabas entretenido con tus cosas y no voy a hacer más que importunarte. Mejor me voy.
Manuel veía que la decisión estaba en su mano. La señorita lo estaba dejando a su elección. En unos cuantos segundos que fueron larguísimos pero insuficientes para deshacer la sonrisa de la joven, el adolescente sopesó la situación personificada en esa bella mujer, perfumada, que parecía simpática, y que no desmerecería en nada como compañera -aunque fuese momentánea y coyuntural- de su padre. Se sintió cargado de una responsabilidad importante. Dirigiendo la mirada hacia sus rodillas descubiertas, que el talle de la falda no llegaba a cubrir, Manolito comenzó a esbozar razones para que se quedara, que no se preocupara, que estaba haciendo los deberes y que ya los había terminado, que no le molestaría para nada, al contrario.
- Bueno -exclamó suavemente la joven-, no puedo rechazar tanta cortesía, sobre todo viniendo de un jovencito tan apuesto como tú. Manolito creyó poder esconder su rubor con el gesto de invitarla a entrar al salón, que avecinaba el recibidor. Sonreía cuando le ofreció asiento, y aún notaba el calor de sus palabras en la cara.
- ¿Puedo ofrecerle algo de beber: un refrigerio, cualquier cosa?
La señorita Pizarro no respondió en seguida, sino que mostró un gesto de sorpresa agradecida ante tanta amabilidad viniendo de un muchacho tan joven.
- Pero, bueno, desde luego, esto no lo había visto nunca. Y mira que he entrado en casas para vender enciclopedias... Pero nunca me he encontrado con un chico de tu edad tan amable, tan galante, tan caballero.
Manuel fue hacia la cocina palpándose la cara, para refrescarla con sus ateridas manos. Las orejas le ardían, y, aunque la sensación no fuera del todo agradable, se sentía satisfecho por los comentarios de la señorita, aplaudiendo sus maneras y su educación. Su padre estaría orgulloso de él, "y ya tendrá tiempo de estarlo, pues seguro que la joven le comenta cómo la he tratado", dijo para sus adentros. El veía repetidos, en esta situación, juegos llevados a cabo con su madre, en los que cada uno tenía un papel, ya fuera de galán o de damisela, en los que ambos se habían comportado como seductor y seducida, sin importar que Manuel actuase como jovencita tímida e insegura o como don Juan arrebatador. Ahora se daba cuenta de cuán útiles le estaban siendo esos juegos para la comedia de la vida. Un profundo sentimiento de agradecimiento le visitó las entrañas, enterneciéndole.
Al ponerle la taza sobre la mesa camilla, la mano ya no le temblaba lo más mínimo. Se encontraba seguro en su papel de hombre de mundo, educado y conversador que había visto en su padre, en películas, y en su imaginación atiborrada de escenas novelescas. Tomó asiento en una silla separada de la mesa, a una distancia moderadamente respetuosa, y demostró interés por las actividades de la señorita.
- Así que usted vende enciclopedias. Enciclopedias de arte, me ha dicho mi padre. Si me permite, no es usted el tipo de vendedor de enciclopedias a que estamos acostumbrados.
- ¿Ah, sí? -le espetó con asombro comedido la joven-. ¿Y cómo me ves tú, si puede saberse, para pensar que no tengo el tipo de vendedora de enciclopedias?
Manolito se vio sorprendido por la pregunta y refugió la mirada de nuevo en una rodilla de la vendedora, en la rodilla que, embutida en una fina media negra, sobresalía de la camilla de la mesa. De allí subió la mirada hasta sus ojos y su expresión indagadora, y se turbó.
- No sé... Un señor con gafas, traje oscuro, aburrido ...
La joven le interrumpió para decirle, mientras se inclinaba sobre la silla y arqueaba el busto, mostrando como la proa de un barco un escote atrevido e inesperado.
- ¿Y cómo te gustaría que fuese yo para sentirte más a gusto? -le susurró lentamente, con una voz profunda y cálida. Manolito tembló en su silla y se levantó con la excusa de ir a buscar algo a la cocina. Pasó al lado de donde estaba sentada la señorita, y esta abandonó rápidamente su postura para inclinarse a un lado y que el joven le rozara el cabello. "¿Te pasa algo?", le preguntó ella desde el salón, con voz preocupada.
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