- No, no, sólo era para ver si quedaba más té, por si quería -le contestó desde el umbral de la puerta de la cocina, desde donde aprovechó para observarla de espalda, esquinada como estaba sentada. Era una mujer de pelo largo, tan oscuro como la fragancia que despedía y que se le había quedado prendida al rozarlo. El perfil, de nariz fina y recta, perfecta, se recreaba en los labios y en la frente echada ligeramente hacia adelante, que reposaba en las cejas, oscuras sobre los ojos marrones y bien cercados de pestañas enrimeladas. Vestía un ajustado suéter rojo de canalé de cuello abierto, que continuaba en una falda del mismo color. Medias negras y zapatos de medio tacón. Y una chaqueta de ante bien curtido y oloroso, que añadía a su perfume una nota de campo. "Una mujer de revista", apostilló Manuel, a años-luz de las profesoras de su instituto. Trazó un paralelismo entre la señorita Pizarro y las mujeres de las publicaciones que a veces leía su padre. "Hablan de política, por eso las compro", le había dicho éste. Pero a Manuel le daba la impresión de que lo más importante eran los desnudos de mujeres sofisticadas, bien maquilladas y peinadas, que parecían complementar los tejemanejes del poder que el texto comentaba.
Ella apuró su taza,y, dejándola en el platito, le dijo que no se molestara, que ya no deseaba tomar más té. Que viniese, que le iba a enseñar el volumen de muestra de la enciclopedia. Manuel acudió al salón con los ojos bien abiertos, ávidos de observar, de estudiar a la señorita Pizarro. Se sentó en su alejada silla y retomó la conversación antes interrumpida.
- Así que vendedora de enciclopedias. ¿Y qué hay que estudiar para trabajar en eso, señorita Pizarro? -inquirió el chico apoyando la barbilla en una mano y mirando al techo, como pidiendo a la joven que le brindase una clave para descifrar el enigma. Esta rió con suavidad.
- Bueno, si me llamas Pilar te lo cuento, ¿vale? Pues soy licenciada en Historia del Arte. Alguien me pidió colaborar como redactora casi antes de cerrar la edición, y me propusieron completar mis beneficios vendiendo personalmente. Yo, claro está, me llevo una comisión. Pero ¿qué haces allí tan lejos? -le recriminó entre divertida y enfadada-. Anda, ven aquí, acércate, que si no no puedo enseñarte el volumen.
Manuel se acercó al tiempo que la joven sacaba dos libros de su cartera y los ponía sobre la mesa. Con la facilidad de quien maneja un discurso aprendido y repetido, Pilar le habló de las excelencias de la enciclopedia, explicación que interrumpía de tanto en tanto para indicar al chico que acercara su silla todavía más, que no fuera tímido. Le dio a elegir entre el tomo número tres y el número catorce, que eran los dos que había puesto encima de la mesa. Manolito eligió el tres, el de Arte romano. La vendedora desplegó ante el muchacho teorías, nombres, mapas y láminas, que no podían sino revelar que esa enciclopedia era lo mejorcito que había en ese momento en las librerías.
- Por ejemplo, veamos esta ilustración de la Venus de Milo, que se halla actualmente en el Museo del Louvre, en París. Aquí la tenemos de frente, aquí por detrás, y aquí tenemos una visión lateral. Es como si la estuviésemos contemplando directamente, allí en París. ¿Te ha llevado tu padre a París?
- No, igual vamos de viaje de estudios el año que viene...
- Bueno, pues como si hubieras estado -le cortó decidida la joven-. Desde luego que no es lo mismo verla "en directo", como se dice. Esta ilustración nos la muestra reducida a los límites de la página, pero no por ello dejamos de apreciar la pureza de las formas gracias a este triple punto de vista. Este cuerpo de mujer, que aquí no mide más de treinta centímetros, tiene unas dimensiones completamente naturales. Trata de imaginar ese rostro en tus manos: la escultura es tacto, es un error impedir que el visitante de los museos no pueda tocar las esculturas: se impide así que disfrute de la materia, que respete verdaderamente el trabajo del escultor sobre la materia. La escultura es un arte completo, tridimensional. ¿Me sigues? Trata de imaginar, mientras miras la ilustración, que pasas la mano por la frente, que rozas con los dedos la nariz... O mejor, pon tus manos en mi cara mientras contemplas la fotografía.
La joven cogió las manos de Manuel y se las colocó sobre la frente. Asiéndole de las muñecas, le obligó a levantarse con ella sin dejar de hablar un solo momento.
- Mira, mira la foto e intenta convencerte de que el museo ha cerrado y tú te has quedado dentro, solo con tantas y tantas obras de arte. No hay nadie que te pueda impedir tocarlo todo, verlo todo. Y ahora estás ante la Venus de Milo. ¡Mira bien la foto!, y grábatela en la memoria: de frente, de perfil, de espalda... Y ahora cierra los ojos.
Lentamente, Pilar dirigió el camino de las manos del chico por sus sienes, su mandíbula, la barbilla, el cuello, despacio, repasando la nariz, la cuenca de los ojos, la nuca, los hombros... Allí se detuvieron un instante, para proseguir su visita en sentido descendente: las axilas, el perfil del pecho, el vientre, las caderas, el nacimiento de los muslos... Y vuelta hacia arriba, hacia las caderas, por encima de las nalgas, la región lumbar, arqueada y firme pero delicada, la espalda. Allí Pilar abandonó las manos del chico para llevar las suyas a su rostro: frente, orejas, la nariz y los labios rozados, la barbilla dibujada con insistencia, el cuello, los hombros, el pecho y las axilas, el nacimiento de los brazos, las axilas otra vez para bajar por el costado hacia el vientre. Un vientre que temblaba de emoción, de miedo, ante lo desconocido de un contacto tan cercano y tan cálido, viniendo de una persona extraña pero segura en su paseo, en sus ansias de conocimiento de su cuerpo. Manuel temblaba de miedo de dejar vislumbrar su tensión y su inexperiencia de adolescente primerizo. Abrió los ojos para comprobar sus dudas en el rostro de Pilar, y la vio sonriente, con los ojos cerrados, completamente volcada en la explotación máxima del tacto, de sus curvas, de sus volúmenes de jovencito. Un cuerpo estudiado con placer, un cuerpo que una mujer estaba considerando con sus sentidos, creándolo con sus manos.
Cuando Pilar le rodeó el vientre para acariciarle las nalgas, Manuel ya estaba sintiendo la tirantez de su entrepierna en los vaqueros. Sus vientres se aproximaron, se rozaron. Como si se hubiese dado cuenta del nuevo estado, Pilar se separó con suavidad para continuar con sus manos por delante: el bajo vientre, la erección que pugnaba por salir. Acercó su boca a la del joven y le acarició los labios con los suyos, se los besó con suavidad, le pasó la lengua por encima, por la boca seca y rígida. Lentamente, se dirigió hacia su oído para decirle "abre un poquito los labios y saca la lengua con suavidad, no tengas miedo", tras lo cual volvió a besarle en la boca con creciente fruición.
Se abrazaron con ansias de descubrimiento, de reconocerse mutuamente las desnudeces que los ojos no podían abarcar. Él torpe y desconfiando aún de una llamada inaudita y profunda, que le brotaba del estómago tal vez, del pecho acaso, pero que le dolía en el bajo vientre. Ella supo cómo domar sus accesos de potrillo primerizo, su sorpresa ante su cuerpo en sus manos, el misterio insondado de su sexo nuevo para él, y tan lleno de vida. Evitando que se desbocara en sus manos, lo condujo a una cama para tranquilizarlo un poco y dosificarle el deseo, que se estaban convirtiendo en ansiedad irrefrenable.
El timbre del teléfono sacó a la pareja de su ensimismamiento, y levantó al chico del lecho como un resorte. Vacilante, tomó aire antes de descolgar para recobrar todo el aplomo que Pilar le había hecho olvidar con tanto abrazo. Eran las ocho y cuarto.
- Manolo, hijo mío, qué hay. Mira, no voy a poder llegar a la hora prevista. ¿Está allí la señorita Pizarro?
- Sssí, sí, aquí está enseñándome la enciclopedia.
- Ah, estupendo. Díle que se ponga, anda, que me disculpe y pueda concretar otra cita con ella para ver esa famosa enciclopedia. ¿Qué tal está? ¿La has visto?
- Muy bien, muy bien -contestó azorado el chico sin saber si estaba calificando a su amante o a la obra de consulta-. Ahora te la paso.
Fue hasta su cuarto de quinceañero para avisar a la joven de que su padre la requería. Con la mirada le pidió discreción mientras se levantaba desnuda, despeinada y bella, y agarraba el auricular con sus dedos largos y finos. Qué escena, ver a una mujer desnuda en su casa hablando por teléfono con su padre: era increíble, pero cierto. Y justo la víspera de su cumpleaños.
- ¿Señor Calatorao? Hola, qué tal, cómo está ...
- ...
- Sí, no se preocupe, ya lo comprendo. Sí, sí, cosas del trabajo ...
- ...
- Cuando usted quiera, Sr.Calatorao. ¿Tiene usted el número de teléfono de la editorial?
- ...
- Sí, sí, de acuerdo, como usted desee...
- ...
- Sí, claro, desde luego ... Puedo afirmar sin miedo a equivocarme que su hijo es un perfecto caballero. Le ha dado usted una soberbia educación ...
- ...
- Hombre, eso también depende de él. Pero yo creo que a él no le importaría quedársela: es una obra muy bien acabada, y su hijo parece tener suficiente gusto como para saberla apreciar.
El joven Manolito se estremeció viendo a Pilar guiñarle un ojo al tiempo que sonreía. ¿No se estaba dando cuenta de que sus palabras eran demasiado comprometedoras, demasiado claras?
- Para serle sincera, señor Calatorao, le diré que este trabajo tiene momentos gratificantes de vez en cuando: conocer a su hijo ha sido uno de ellos.
- ...
- De acuerdo, señor Calatorao. Espero su llamada.
- ...
El chico había estado atento a toda la conversación con el gesto mudado, temeroso de que su padre descubriera algo, aunque fuera una mínima parte, de lo que había ocurrido. Cuando Pilar le pasó el auricular, Manolo se olió los dedos,se mesó el pelo, se recompuso como esperando ser examinado por un estricto censor.
- ¿Sí, díme, papá? -respondió con fingida naturalidad.
- Hijo mío, estoy en un grave momento de trabajo. De verdad que no creo que pueda haber terminado de aquí a poco. Y me duele, porque no sólo te he obligado a gastar tu tiempo de estudio en hacerle compañía a la Srta. Pizarro, sino que mañana es tu cumpleaños. Lamento que esta noche no podamos hacer nada especial, porque voy a tener que dormir fuera. Tengo en Valencia todavía para rato, y me da la impresión de que la reunión y la negociación me van a ocupar una parte de la noche. No dormiré mucho, no creas...
- Vaya, cuánto lo siento, papá. Precisamente hoy...
- Sí, sí, no tengo excusa. Pero, escucha: mañana podemos comer en El Guipuzcoano. Te esperaré allí; no es necesario que quedemos en casa porque no creo que me dé tiempo a pasar. Así tú podrás ir directamente desde el instituto. ¿Qué te parece?
- Me parece bien -musitó el joven con desinterés.
- Así que esta noche eres dueño y señor de la casa. Cuida del castillo, ¿eh?, no vaya a ser que el enemigo que siempre acecha nos lo conquiste.
- No te preocupes: puedes confiar en mí.
- Te veo mañana entonces, hijo mío. Que pases una muy buena noche. Hasta mañana.
Manuel colgó el auricular con los ojos puestos en Pilar, quien, medio oculta tras el quicio de la puerta, observaba la conversación en el rostro de su amante. Este sonrió, liberado de la tensión que la inminencia de la llegada de su padre le había producido. Pilar le besó tiernamente los labios.
Pasaron la noche juntos, durmiendo a trompicones, amándose y descansando, con todo el descanso que un jovenzuelo necesita en el amor: no para reponer fuerzas, sino para recomponerse el ánimo, tan confuso ante la tumultuosa llegada de la primera experiencia sexual.
El joven faltó al instituto esa mañana de su decimosesto cumpleaños, pues prefirió el cálido abrazo de Pilar, el olor de su melena, la tirantez de su vientre, a toda abstracción científica sobre el papel, a todo juego banal con sus amigos, a toda intriga barata con sus compañeras. Al despedirse, media hora antes del almuerzo programado con su padre, Pilar no le prometió nada; nada le aseguraba un posible segundo encuentro. Ni siquiera la promesa de que ella le localizaría, que no se preocupara, le tranquilizó lo más mínimo. Así que acudió al encuentro de su padre medio triste de incertidumbre, medio satisfecho de los recuerdos que todavía conservaba su piel.
Su padre le estaba esperando ya a la mesa. Tras los consabidos abrazos y felicitaciones, le preguntó jovial:
- Bueno, cuéntame: qué te ha parecido el regalo.
Manuel quedóse pensativo, intentando recordar cualquier objeto que no hubiesen emborronado los besos de Pilar, ¿de qué se trataba?
- No sé a qué te refieres, papá -le contestó entre preocupado y a la defensiva por si se trataba de una broma.
- Pues yo sí. Tengo entendido -le dijo, cordial, pasándole el brazo por encima de los hombros- que has pasado una noche muy intensa e interesante. Y no precisamente porque hayas estado estudiando hasta tarde. ¿Qué me dices?
El muchacho no sabía qué responder. Imaginó que en el lapso de tiempo entre la separación de Pilar y el trayecto hacia el restaurante, su padre y la vendedora de enciclopedias se habían puesto en contacto y que ésta le había revelado todo el asunto.
- Eeeeh..., pues no sé..., como cualquier otra noche..., durmiendo -respondió como pudo.
- Si eso es verdad, te puedo decir que, si yo hubiese estado en tu piel, me lo habría pasado pipa. No me negarás que la señorita Pizarro es un pastel muy dulce, ¿eh, pillín?
Manuel se deshizo contrariado del pellizco que su padre le estaba dando en la mejilla, sin miedo alguno a que su reacción inhabitual a una muestra de cariño pareciera violenta.
- Pero, pero, qué me estás diciendo -le preguntó vacilante y casi tartamudeando.
- Manuel, hijo mío. Ya sabes que es obsesión de los padres intentar evitar a sus hijos los errores que ellos hayan cometido. Por eso te he hecho ese regalo, para que aprendas antes y mejor de lo que lo hice yo.
Manuel se quedó pasmado, como si sintiera que la nube en que había venido volando desde los besos de Pilar se disipara poco a poco, peligrosamente; cosa contra la que él debía rebelarse.
- ¿Quieres decir que... -vaciló el muchacho, temiendo que, al formular la frase, todo se le viniese abajo-, quieres decir que... me has pagado una mujer...? ¿Pilar?
- Así es, hijo mío -afirmó seguro su progenitor.
Manuel dirigió la mirada hacia el lado opuesto, con la barbilla apoyada en el puño, y revolviéndose suavemente, pero con furia. Una furia provocada por la incomprensión del asunto, y que debía comedir dentro de los límites del decoro que él exigía a un lugar público y cerrado. Se preguntó por todas esas risas, por todas esas muestras de ternura, por todos esos abrazos sabios y febriles que Pilar le había ofrecido a lo largo de la noche. Se resistía a convencerse de que fueran el fruto del buen trabajo, de una premeditación operativa e interesada. No quería. Prefería imaginar, en caso de aceptar lo que le presentaba su padre, que él había sido algo especial, que él poseía algo mágico que había empujado a su primera amante a actuar de manera tan natural. De manera tan cariñosa.
- Pero... ¿y Pilar? -vaciló de nuevo el joven-, ¿quieres decir que...?
- A Pilar podrás verla tanto como desees, siempre dentro de unos límites, pues no es bueno abusar de estas cosas ni de estes tipo de relaciones ... digamos comerciales. Ella, aunque joven, es una profesional, y no permitirá que le impongas un afecto que ella rehuirá sistemáticamente. Intentará que dejes de verla si se da cuenta de que estás tan encaprichado con ella: no le interesa comercialmente tener a un celoso enamorado tras sus huellas. Querrá deshacerse de ti, como es probable que alguna que otra mujer lo haga también a lo largo de tu vida. Pero, por lo menos, estarás seguro de por qué te habrás enganchado a la señorita Pizarro. Mientras que en el otro caso, los motivos te parecerán, seguro, mucho más difusos y desconcertantes. Desengáñate: el sexo es poder, y quien sabe manejarlo tiene a su disposición un arma tanto de defensa como de ataque, en los dos casos muy efectiva. Más vale conocer su funcionamiento desde jóvenes. Venga, y ahora come, que se te va a enfriar.
Manuel empezó su plato con desgana. Aunque, a medida que masticaba y deglutía, iba recobrando el apetito que la conversación le había quitado y que sólo esperaba, latente y agazapado, el banderazo de salida. Cuando le sirvieron el segundo plato, untó la punta del tenedor en la salsa y se la llevó a los labios. Acto seguido cortó una buena porción de pescado, que cubrió con la salsa blanca. Sonriendo, atrajo con dramatismo tan gran pedazo a la boca, que le ocupó gran parte de su capacidad. Un sabor inmenso le explotó dentro, a medida que masticaba la suave carne. Todavía con la boca llena, avanzó la copa vacía, en un ademán casi violento, que le mantuvo rígidos el brazo y la mano. Su padre le sirvió vino, satisfecho aun a pesar del asombro, que el joven bebió con fruición de náufrago hasta apurarla. Se cortó un segundo pedazo de pescado, tan grande acaso como el anterior, mientras sentía un cosquilleo que le enturbió la mirada por momentos. Su padre, que estuvo observando el desarrollo de toda la escena, posó la mano sobre la nuca de su hijo, infringiéndole una presión que quería significar complicidad.
Ella apuró su taza,y, dejándola en el platito, le dijo que no se molestara, que ya no deseaba tomar más té. Que viniese, que le iba a enseñar el volumen de muestra de la enciclopedia. Manuel acudió al salón con los ojos bien abiertos, ávidos de observar, de estudiar a la señorita Pizarro. Se sentó en su alejada silla y retomó la conversación antes interrumpida.
- Así que vendedora de enciclopedias. ¿Y qué hay que estudiar para trabajar en eso, señorita Pizarro? -inquirió el chico apoyando la barbilla en una mano y mirando al techo, como pidiendo a la joven que le brindase una clave para descifrar el enigma. Esta rió con suavidad.
- Bueno, si me llamas Pilar te lo cuento, ¿vale? Pues soy licenciada en Historia del Arte. Alguien me pidió colaborar como redactora casi antes de cerrar la edición, y me propusieron completar mis beneficios vendiendo personalmente. Yo, claro está, me llevo una comisión. Pero ¿qué haces allí tan lejos? -le recriminó entre divertida y enfadada-. Anda, ven aquí, acércate, que si no no puedo enseñarte el volumen.
Manuel se acercó al tiempo que la joven sacaba dos libros de su cartera y los ponía sobre la mesa. Con la facilidad de quien maneja un discurso aprendido y repetido, Pilar le habló de las excelencias de la enciclopedia, explicación que interrumpía de tanto en tanto para indicar al chico que acercara su silla todavía más, que no fuera tímido. Le dio a elegir entre el tomo número tres y el número catorce, que eran los dos que había puesto encima de la mesa. Manolito eligió el tres, el de Arte romano. La vendedora desplegó ante el muchacho teorías, nombres, mapas y láminas, que no podían sino revelar que esa enciclopedia era lo mejorcito que había en ese momento en las librerías.
- Por ejemplo, veamos esta ilustración de la Venus de Milo, que se halla actualmente en el Museo del Louvre, en París. Aquí la tenemos de frente, aquí por detrás, y aquí tenemos una visión lateral. Es como si la estuviésemos contemplando directamente, allí en París. ¿Te ha llevado tu padre a París?
- No, igual vamos de viaje de estudios el año que viene...
- Bueno, pues como si hubieras estado -le cortó decidida la joven-. Desde luego que no es lo mismo verla "en directo", como se dice. Esta ilustración nos la muestra reducida a los límites de la página, pero no por ello dejamos de apreciar la pureza de las formas gracias a este triple punto de vista. Este cuerpo de mujer, que aquí no mide más de treinta centímetros, tiene unas dimensiones completamente naturales. Trata de imaginar ese rostro en tus manos: la escultura es tacto, es un error impedir que el visitante de los museos no pueda tocar las esculturas: se impide así que disfrute de la materia, que respete verdaderamente el trabajo del escultor sobre la materia. La escultura es un arte completo, tridimensional. ¿Me sigues? Trata de imaginar, mientras miras la ilustración, que pasas la mano por la frente, que rozas con los dedos la nariz... O mejor, pon tus manos en mi cara mientras contemplas la fotografía.
La joven cogió las manos de Manuel y se las colocó sobre la frente. Asiéndole de las muñecas, le obligó a levantarse con ella sin dejar de hablar un solo momento.
- Mira, mira la foto e intenta convencerte de que el museo ha cerrado y tú te has quedado dentro, solo con tantas y tantas obras de arte. No hay nadie que te pueda impedir tocarlo todo, verlo todo. Y ahora estás ante la Venus de Milo. ¡Mira bien la foto!, y grábatela en la memoria: de frente, de perfil, de espalda... Y ahora cierra los ojos.
Lentamente, Pilar dirigió el camino de las manos del chico por sus sienes, su mandíbula, la barbilla, el cuello, despacio, repasando la nariz, la cuenca de los ojos, la nuca, los hombros... Allí se detuvieron un instante, para proseguir su visita en sentido descendente: las axilas, el perfil del pecho, el vientre, las caderas, el nacimiento de los muslos... Y vuelta hacia arriba, hacia las caderas, por encima de las nalgas, la región lumbar, arqueada y firme pero delicada, la espalda. Allí Pilar abandonó las manos del chico para llevar las suyas a su rostro: frente, orejas, la nariz y los labios rozados, la barbilla dibujada con insistencia, el cuello, los hombros, el pecho y las axilas, el nacimiento de los brazos, las axilas otra vez para bajar por el costado hacia el vientre. Un vientre que temblaba de emoción, de miedo, ante lo desconocido de un contacto tan cercano y tan cálido, viniendo de una persona extraña pero segura en su paseo, en sus ansias de conocimiento de su cuerpo. Manuel temblaba de miedo de dejar vislumbrar su tensión y su inexperiencia de adolescente primerizo. Abrió los ojos para comprobar sus dudas en el rostro de Pilar, y la vio sonriente, con los ojos cerrados, completamente volcada en la explotación máxima del tacto, de sus curvas, de sus volúmenes de jovencito. Un cuerpo estudiado con placer, un cuerpo que una mujer estaba considerando con sus sentidos, creándolo con sus manos.
Cuando Pilar le rodeó el vientre para acariciarle las nalgas, Manuel ya estaba sintiendo la tirantez de su entrepierna en los vaqueros. Sus vientres se aproximaron, se rozaron. Como si se hubiese dado cuenta del nuevo estado, Pilar se separó con suavidad para continuar con sus manos por delante: el bajo vientre, la erección que pugnaba por salir. Acercó su boca a la del joven y le acarició los labios con los suyos, se los besó con suavidad, le pasó la lengua por encima, por la boca seca y rígida. Lentamente, se dirigió hacia su oído para decirle "abre un poquito los labios y saca la lengua con suavidad, no tengas miedo", tras lo cual volvió a besarle en la boca con creciente fruición.
Se abrazaron con ansias de descubrimiento, de reconocerse mutuamente las desnudeces que los ojos no podían abarcar. Él torpe y desconfiando aún de una llamada inaudita y profunda, que le brotaba del estómago tal vez, del pecho acaso, pero que le dolía en el bajo vientre. Ella supo cómo domar sus accesos de potrillo primerizo, su sorpresa ante su cuerpo en sus manos, el misterio insondado de su sexo nuevo para él, y tan lleno de vida. Evitando que se desbocara en sus manos, lo condujo a una cama para tranquilizarlo un poco y dosificarle el deseo, que se estaban convirtiendo en ansiedad irrefrenable.
El timbre del teléfono sacó a la pareja de su ensimismamiento, y levantó al chico del lecho como un resorte. Vacilante, tomó aire antes de descolgar para recobrar todo el aplomo que Pilar le había hecho olvidar con tanto abrazo. Eran las ocho y cuarto.
- Manolo, hijo mío, qué hay. Mira, no voy a poder llegar a la hora prevista. ¿Está allí la señorita Pizarro?
- Sssí, sí, aquí está enseñándome la enciclopedia.
- Ah, estupendo. Díle que se ponga, anda, que me disculpe y pueda concretar otra cita con ella para ver esa famosa enciclopedia. ¿Qué tal está? ¿La has visto?
- Muy bien, muy bien -contestó azorado el chico sin saber si estaba calificando a su amante o a la obra de consulta-. Ahora te la paso.
Fue hasta su cuarto de quinceañero para avisar a la joven de que su padre la requería. Con la mirada le pidió discreción mientras se levantaba desnuda, despeinada y bella, y agarraba el auricular con sus dedos largos y finos. Qué escena, ver a una mujer desnuda en su casa hablando por teléfono con su padre: era increíble, pero cierto. Y justo la víspera de su cumpleaños.
- ¿Señor Calatorao? Hola, qué tal, cómo está ...
- ...
- Sí, no se preocupe, ya lo comprendo. Sí, sí, cosas del trabajo ...
- ...
- Cuando usted quiera, Sr.Calatorao. ¿Tiene usted el número de teléfono de la editorial?
- ...
- Sí, sí, de acuerdo, como usted desee...
- ...
- Sí, claro, desde luego ... Puedo afirmar sin miedo a equivocarme que su hijo es un perfecto caballero. Le ha dado usted una soberbia educación ...
- ...
- Hombre, eso también depende de él. Pero yo creo que a él no le importaría quedársela: es una obra muy bien acabada, y su hijo parece tener suficiente gusto como para saberla apreciar.
El joven Manolito se estremeció viendo a Pilar guiñarle un ojo al tiempo que sonreía. ¿No se estaba dando cuenta de que sus palabras eran demasiado comprometedoras, demasiado claras?
- Para serle sincera, señor Calatorao, le diré que este trabajo tiene momentos gratificantes de vez en cuando: conocer a su hijo ha sido uno de ellos.
- ...
- De acuerdo, señor Calatorao. Espero su llamada.
- ...
El chico había estado atento a toda la conversación con el gesto mudado, temeroso de que su padre descubriera algo, aunque fuera una mínima parte, de lo que había ocurrido. Cuando Pilar le pasó el auricular, Manolo se olió los dedos,se mesó el pelo, se recompuso como esperando ser examinado por un estricto censor.
- ¿Sí, díme, papá? -respondió con fingida naturalidad.
- Hijo mío, estoy en un grave momento de trabajo. De verdad que no creo que pueda haber terminado de aquí a poco. Y me duele, porque no sólo te he obligado a gastar tu tiempo de estudio en hacerle compañía a la Srta. Pizarro, sino que mañana es tu cumpleaños. Lamento que esta noche no podamos hacer nada especial, porque voy a tener que dormir fuera. Tengo en Valencia todavía para rato, y me da la impresión de que la reunión y la negociación me van a ocupar una parte de la noche. No dormiré mucho, no creas...
- Vaya, cuánto lo siento, papá. Precisamente hoy...
- Sí, sí, no tengo excusa. Pero, escucha: mañana podemos comer en El Guipuzcoano. Te esperaré allí; no es necesario que quedemos en casa porque no creo que me dé tiempo a pasar. Así tú podrás ir directamente desde el instituto. ¿Qué te parece?
- Me parece bien -musitó el joven con desinterés.
- Así que esta noche eres dueño y señor de la casa. Cuida del castillo, ¿eh?, no vaya a ser que el enemigo que siempre acecha nos lo conquiste.
- No te preocupes: puedes confiar en mí.
- Te veo mañana entonces, hijo mío. Que pases una muy buena noche. Hasta mañana.
Manuel colgó el auricular con los ojos puestos en Pilar, quien, medio oculta tras el quicio de la puerta, observaba la conversación en el rostro de su amante. Este sonrió, liberado de la tensión que la inminencia de la llegada de su padre le había producido. Pilar le besó tiernamente los labios.
Pasaron la noche juntos, durmiendo a trompicones, amándose y descansando, con todo el descanso que un jovenzuelo necesita en el amor: no para reponer fuerzas, sino para recomponerse el ánimo, tan confuso ante la tumultuosa llegada de la primera experiencia sexual.
El joven faltó al instituto esa mañana de su decimosesto cumpleaños, pues prefirió el cálido abrazo de Pilar, el olor de su melena, la tirantez de su vientre, a toda abstracción científica sobre el papel, a todo juego banal con sus amigos, a toda intriga barata con sus compañeras. Al despedirse, media hora antes del almuerzo programado con su padre, Pilar no le prometió nada; nada le aseguraba un posible segundo encuentro. Ni siquiera la promesa de que ella le localizaría, que no se preocupara, le tranquilizó lo más mínimo. Así que acudió al encuentro de su padre medio triste de incertidumbre, medio satisfecho de los recuerdos que todavía conservaba su piel.
Su padre le estaba esperando ya a la mesa. Tras los consabidos abrazos y felicitaciones, le preguntó jovial:
- Bueno, cuéntame: qué te ha parecido el regalo.
Manuel quedóse pensativo, intentando recordar cualquier objeto que no hubiesen emborronado los besos de Pilar, ¿de qué se trataba?
- No sé a qué te refieres, papá -le contestó entre preocupado y a la defensiva por si se trataba de una broma.
- Pues yo sí. Tengo entendido -le dijo, cordial, pasándole el brazo por encima de los hombros- que has pasado una noche muy intensa e interesante. Y no precisamente porque hayas estado estudiando hasta tarde. ¿Qué me dices?
El muchacho no sabía qué responder. Imaginó que en el lapso de tiempo entre la separación de Pilar y el trayecto hacia el restaurante, su padre y la vendedora de enciclopedias se habían puesto en contacto y que ésta le había revelado todo el asunto.
- Eeeeh..., pues no sé..., como cualquier otra noche..., durmiendo -respondió como pudo.
- Si eso es verdad, te puedo decir que, si yo hubiese estado en tu piel, me lo habría pasado pipa. No me negarás que la señorita Pizarro es un pastel muy dulce, ¿eh, pillín?
Manuel se deshizo contrariado del pellizco que su padre le estaba dando en la mejilla, sin miedo alguno a que su reacción inhabitual a una muestra de cariño pareciera violenta.
- Pero, pero, qué me estás diciendo -le preguntó vacilante y casi tartamudeando.
- Manuel, hijo mío. Ya sabes que es obsesión de los padres intentar evitar a sus hijos los errores que ellos hayan cometido. Por eso te he hecho ese regalo, para que aprendas antes y mejor de lo que lo hice yo.
Manuel se quedó pasmado, como si sintiera que la nube en que había venido volando desde los besos de Pilar se disipara poco a poco, peligrosamente; cosa contra la que él debía rebelarse.
- ¿Quieres decir que... -vaciló el muchacho, temiendo que, al formular la frase, todo se le viniese abajo-, quieres decir que... me has pagado una mujer...? ¿Pilar?
- Así es, hijo mío -afirmó seguro su progenitor.
Manuel dirigió la mirada hacia el lado opuesto, con la barbilla apoyada en el puño, y revolviéndose suavemente, pero con furia. Una furia provocada por la incomprensión del asunto, y que debía comedir dentro de los límites del decoro que él exigía a un lugar público y cerrado. Se preguntó por todas esas risas, por todas esas muestras de ternura, por todos esos abrazos sabios y febriles que Pilar le había ofrecido a lo largo de la noche. Se resistía a convencerse de que fueran el fruto del buen trabajo, de una premeditación operativa e interesada. No quería. Prefería imaginar, en caso de aceptar lo que le presentaba su padre, que él había sido algo especial, que él poseía algo mágico que había empujado a su primera amante a actuar de manera tan natural. De manera tan cariñosa.
- Pero... ¿y Pilar? -vaciló de nuevo el joven-, ¿quieres decir que...?
- A Pilar podrás verla tanto como desees, siempre dentro de unos límites, pues no es bueno abusar de estas cosas ni de estes tipo de relaciones ... digamos comerciales. Ella, aunque joven, es una profesional, y no permitirá que le impongas un afecto que ella rehuirá sistemáticamente. Intentará que dejes de verla si se da cuenta de que estás tan encaprichado con ella: no le interesa comercialmente tener a un celoso enamorado tras sus huellas. Querrá deshacerse de ti, como es probable que alguna que otra mujer lo haga también a lo largo de tu vida. Pero, por lo menos, estarás seguro de por qué te habrás enganchado a la señorita Pizarro. Mientras que en el otro caso, los motivos te parecerán, seguro, mucho más difusos y desconcertantes. Desengáñate: el sexo es poder, y quien sabe manejarlo tiene a su disposición un arma tanto de defensa como de ataque, en los dos casos muy efectiva. Más vale conocer su funcionamiento desde jóvenes. Venga, y ahora come, que se te va a enfriar.
Manuel empezó su plato con desgana. Aunque, a medida que masticaba y deglutía, iba recobrando el apetito que la conversación le había quitado y que sólo esperaba, latente y agazapado, el banderazo de salida. Cuando le sirvieron el segundo plato, untó la punta del tenedor en la salsa y se la llevó a los labios. Acto seguido cortó una buena porción de pescado, que cubrió con la salsa blanca. Sonriendo, atrajo con dramatismo tan gran pedazo a la boca, que le ocupó gran parte de su capacidad. Un sabor inmenso le explotó dentro, a medida que masticaba la suave carne. Todavía con la boca llena, avanzó la copa vacía, en un ademán casi violento, que le mantuvo rígidos el brazo y la mano. Su padre le sirvió vino, satisfecho aun a pesar del asombro, que el joven bebió con fruición de náufrago hasta apurarla. Se cortó un segundo pedazo de pescado, tan grande acaso como el anterior, mientras sentía un cosquilleo que le enturbió la mirada por momentos. Su padre, que estuvo observando el desarrollo de toda la escena, posó la mano sobre la nuca de su hijo, infringiéndole una presión que quería significar complicidad.
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