lunes, 24 de septiembre de 2007

RELATO: Estudiando hasta tarde (1er fragmento)

(1)

Aquella tarde, Manolito Calatorao estaba solo en casa, haciendo los deberes para el día siguiente. Su padre no regresaría hasta cosa de las siete o siete y media, con lo cual tendría tiempo de sobra para terminar la tarea y esperar, ansioso, a que volviera con una propuesta bajo el brazo: ir al cine, o salir a cenar a un restaurante con espectáculo... Su padre no le podía fallar, teniéndole tan acostumbrado a celebrar cualquier cosa con mucho bombo. Esto, sobre todo, a partir de la muerte de su madre.
Manolito se encontraba resolviendo un pequeño ejercicio de física, calculando senos y cosenos de unos ángulos en un problema de plano inclinado, cuando sonó el teléfono en el recibidor. El joven acudió a la llamada y contestó con desgana.
- Hijo, soy tu padre. Escucha: esta tarde me voy a retrasar un poco más de lo normal. No te preocupes, cosas del trabajo. La cuestión es que había quedado en casa con una vendedora de enciclopedias a las siete en punto, y, viendo la marcha que esto está cogiendo, no creo que pueda llegar antes de las ocho y media.
Manolito se quedó perplejo. No es que las ocho y media fuera tan tarde como para impedir hacer algo realmente especial el resto de la velada; el problema residía en que fuera precisamente ese día cuando su padre tuviera que llegar con tanto retraso.
- Entonces, Manolito, lo que tienes que hacer es decirle a la señorita Pizarro, la vendedora de enciclopedias, que si quiere puede esperar a que yo vuelva. Pero que si no puede, que se vaya y me llame cuando yo haya vuelto. Ya verás, es una enciclopedia de arte muy, pero que muy interesante. Yo creo que te gustará.
Manolito ya estaba imaginándose en el peor de los casos: qué hacer con una aburrida vendedora de libros en casa tanto rato; cómo entretenerla o hacerle pasar el tiempo agradablemente. Por lo pronto, ya le iba a fastidiar los deberes. Pero, ca, seguro que ante tener que esperar hora y media o irse, la señorita en cuestión elegiría lo segundo y le dejaría en paz.
- Bueno, ¿y qué va a hacer aquí tanto rato en caso de que quiera quedarse? -le replicó Manolito, con voz indignada ante lo engorroso de enfrentarse a una desconocida.
- Por lo pronto, tendrás que intentar ser lo más correcto que puedas con ella. Es una persona de plena confianza, que me viene recomendada por González (tú le conoces, el de la oficina, el que vino la otra tarde a tomar algo), y que se merece todo mi respeto por las molestias que se está tomando en el asunto éste de la enciclopedia. Además, se trata de una verdadera ganga que no podemos dejar escapar. Así que invítale a entrar, a tomar asiento, y cuando esté bien sentada le dices que yo no volveré hasta las ocho-ocho y media. Ofrécele algo de beber. En el frigorífico hay cerveza -que has de servirle en un vaso con unas almendras o unas olivas para picar-; o propónle un oporto o un jerez, que están en el mueble-bar del salón, tú ya sabes dónde. Si es preciso, hazlo por mí, dále un poco de conversación. Interésate por su producto, haz que te enseñe el tomo de prueba: ya verás qué maravilla.
- Vale, Papá. Pero prométeme que volverás a las ocho y media. No me apetece nada darle cháchara a esa vendedora.
- Desde luego. Y no te preocupes: es una joven muy agradable. Casi lamentarás oírme entrar por la puerta de tan bien que estarás con ella.
- Sí, pero... tengo que hacer los deberes... Y hay unos problemas de física que...
- No te preocupes -le recomendó su padre con la mayor de las seguridades-. Tú a lo tuyo. Haz lo que tengas que hacer, y de vez en cuando apareces por el salón para interesarte por la señorita Pizarro. ¿Vale? Pues bien. Ahora te tengo que dejar. A ver si te portas como espero. Hasta luego, hijo.
Manolito volvió cabizbajo a sus problemas de física, preocupado por cómo se desarrollarían las cosas con esa extraña, esa señorita Pizarro. ¿Por qué tanto interés en que se quedase, en tratarla bien? ¿Acaso no era simplemente alguien que intentaba venderles una enciclopedia y sacar con ello su beneficio? Su padre debía de tener algún interés oculto en este asunto: igual le gustaba, o pretendía algo con ella. Quizá fueran amantes ocasionales, y esta ocasión era excelente para que ella conociese al hijo de su hombre. De alguna manera, y aun comprendiendo las necesidades de su padre como ser humano, Manolito veía una cierta profanación a la memoria todavía fresca de su madre. Tan sólo hacía dos años que había muerto. La herida que abriera tal ausencia no estaba cerrada del todo.
Se levantó de la mesa para ir al dormitorio de su padre. Abrió un conocido cajón del que extrajo una caja de preservativos. Los contó. No por hallar las mismas nueve unidades de siempre se quedó más tranquilo. Eso no significaba que su padre no dejara de acostarse con mujeres. Los puso debajo del pañuelo de seda de donde los había sacado y volvió a su cuarto.

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